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Campos de Castilla

Antonio Machado

[Nota preliminar: El texto que presentamos a continuación reproduce fielmente la edición de Renacimiento de 1912. Únicamente se han corregido errores tipográficos claros.]

Portada

   Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,

y un huerto claro donde madura el limonero;

mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;

mi historia, algunos casos que recordar no quiero.

   Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido,

-ya conocéis mi torpe aliño indumentario-

mas recibí la flecha que me asignó Cupido,

y amé cuanto ellas pueden tener de hospitalario.

   Hay en mis venas gotas de sangre jacobina;

pero mi verso brota de manantial sereno;

y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,

soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.

   Adoro la hermosura, y en la moderna estética

corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;

mas no amo los afeites de la actual cosmética,

ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.

   Desdeño las romanzas de los tenores huecos

y el coro de los grillos que cantan á la luna.

A distinguir me paro las voces de los ecos,

y escucho solamente entre las voces, una.

   ¿Soy clásico ó romántico? No sé. Dejar quisiera

mi verso, como deja el capitán su espada,

famosa por la mano viril que la blandiera,

no por el docto oficio del forjador preciada.

   Converso con el hombre que siempre va conmigo;

-quien habla solo, espera hablar á Dios un día-

mi soliloquio es plática con este buen amigo

que me enseñó el secreto de la filantropía.

   Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.

A mi trabajo acudo, con mi dinero pago

el traje que me cubre y la mansión que habito,

el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

   Y cuando llegue el día del último viaje

y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,

me encontraréis á bordo, ligero de equipaje,

casi desnudo, como los hijos de la mar.


Á orillas del Duero

   Mediaba el mes de Julio. Era un hermoso día.

Yo, solo, por las quiebras del pedregal subia,

buscando los recodos de sombra, lentamente.

A trechos me paraba para enjugar mi frente

y dar algun respiro al pecho jadeante;

ó bien, ahincando el paso, el cuerpo hacia adelante

y hacia la mano diestra vencido y apoyado

en un baston, á guisa de pastoril cayado,

trepaba por los cerros que habitan las rapaces

aves de altura, hollando las hierbas montaraces

de fuerte olor -romero, tomillo, salvia, espliego-.

Sobre los agrios campos caía un sol de fuego.

   Un buitre de anchas alas con magestuoso vuelo

cruzaba solitario el puro azul del cielo.

Yo divisaba, lejos, un monte alto y agudo,

y una redonda loma cual recamado escudo,

y cárdenos alcores sobre la parda tierra

-harapos esparcidos de un viejo arnés de guerra-

las serrezuelas calvas por donde tuerce el Duero

para formar la corva ballesta de un arquero

en torno á Soria. -Soria es una barbacana

hacia Aragón que tiene la torre castellana-.

Veía el horizonte cerrado por colinas

obscuras, coronadas de robles y de encinas;

desnudos peñascales, algun humilde prado

donde el merino pace y el toro arrodillado

sobre la hierba rumia, las márgenes del río

lucir sus verdes álamos al claro sol de estío,

y, silenciosamente, lejanos pasajeros,

¡tan diminutos! -carros, jinetes y arrieros-

cruzar el largo puente y bajo las arcadas

de piedra ensombrecerse las aguas plateadas

del Duero.

El Duero cruza el corazón de roble

de Iberia y de Castilla.

¡Oh, tierra triste y noble,

la de los altos llanos y yermos y roquedas,

de campos sin arados, regatos, ni arboledas;

decrépitas ciudades, caminos sin mesones

y atónitos palurdos sin danzas ni canciones

que aun van, abandonando el mortecino hogar,

como tus largos ríos, Castilla, hacia la mar!

   Castilla miserable, ayer dominadora,

envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora.

¿Espera, duerme ó sueña? ¿La sangre derramada

recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada?

Todo se mueve, fluye, discurre, corre ó gira;

cambian la mar y el monte y el ojo que los mira.

¿Pasó? Sobre sus campos aún el fantasma yerra

de un pueblo que ponía á Dios sobre la guerra.

   La madre en otro tiempo fecunda en capitanes

madrastra es hoy apenas de humildes ganapanes.

Castilla no es aquella tan generosa un día

cuando Myo Cid Rodrigo el de Vivar volvía,

ufano de nueva fortuna y su opulencia,

á regalar á Alfonso los huertos de Valencia;

ó que, tras la aventura que acreditó sus bríos,

pedía la conquista de los inmensos ríos

indianos á la corte, la madre de soldados

guerreros y adalides que han de tornar cargados

de plata y oro á España en regios galeones,

para la presa cuervos, para la lid leones.

Filósofos nutridos de sopa de convento

contemplan impasibles el amplio firmamento;

y si les llega en sueños, como un rumor distante

clamor de mercaderes de muelles de levante,

no acudiran siquiera á preguntar ¿que pasa?

Y ya la guerra ha abierto las puertas de su casa.

   Castilla miserable, ayer dominadora,

envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora.

   El sol va declinando. De la ciudad lejana

me llega un armonioso tañido de campana

-ya iran á su rosario las enlutadas viejas-.

De entre las peñas salen dos lindas comadrejas;

me miran y se alejan, huyendo, y aparecen

de nuevo ¡tan curiosas!... Los campos se obscurecen.

Hacia el camino blanco está el meson abierto

al campo ensombrecido y al pedregal desierto.


Por tierras de España

   El hombre de estos campos que incendia los pinares

y su despojo aguarda como botín de guerra,

antaño hubo raido los negros encinares,

talado los robustos robledos de la sierra.

   Hoy ve sus pobres hijos huyendo de sus lares;

la tempestad llevarse los limos de la tierra

por los sagrados ríos hacia los anchos mares;

y en páramos malditos trabaja, sufre y yerra.

   Es hijo de una estirpe de rudos caminantes,

pastores que conducen sus hordas de merinos

á Extremadura fértil, rebaños trashumantes

que mancha el polvo y dora el sol de los caminos.

   Pequeño, ágil, sufrido, los ojos de hombre astuto,

hundidos, recelosos, movibles; y trazadas

cual arco de ballesta, en el semblante enjuto

de pómulos salientes, las cejas muy pobladas.

   Abunda el hombre malo del campo y de la aldea,

capaz de insanos vicios y crímenes bestiales,

que bajo el pardo sayo esconde un alma fea,

esclava de los siete pecados capitales.

   Los ojos siempre turbios de envidia ó de tristeza

guarda su presa y llora la que el vecino alcanza;

ni para su infortunio ni goza su riqueza;

le hieren y acongojan fortuna y malandanza.

   El numen de estos campos es sanguinario y fiero;

al declinar la tarde, sobre el remoto alcor,

veréis agigantarse la forma de un arquero,

la forma de un inmenso centauro flechador.

   Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta

-no fué por estos campos el bíblico jardín-

son tierras para el águila, un trozo de planeta

por donde cruza errante la sombra de Caín.


   Es el hospicio, el viejo hospicio provinciano,

el caserón ruinoso de ennegrecidas tejas

en donde los vencejos anidan en verano

y graznan en las noches de invierno las cornejas.

   Con su frontón al Norte, entre los dos torreones

de antigua fortaleza, el sórdido edificio

de grieteados muros y sucios paredones,

es un rincón de sombra eterna. ¡El viejo hospicio!

   Mientras el sol de Enero su débil luz envía,

su triste luz velada sobre los campos yermos,

á un ventanuco asoman, al declinar el día,

algunos rostros pálidos, atónitos y enfermos,

á contemplar los montes azules de la sierra;

ó, de los cielos blancos, como sobre una fosa,

caer la blanca nieve sobre la fría tierra,

¡sobre la tierra fría la nieve silenciosa!...


Fantasía iconográfica

   La calva prematura

brilla sobre la frente amplia y severa;

bajo la piel de pálida tersura

se trasluce la fina calavera.

   Menton agudo y pómulos marcados

por trazos de un punzón adamantino;

y de insólita púrpura manchados

los labios que soñara un florentino.

   Mientras la boca sonreír parece,

los ojos perspicaces,

que un ceño de atención empequeñece,

miran y ven, profundos y tenaces.

   Tiene sobre la mesa un libro viejo

donde posa la mano distraída.

Al fondo de la cuadra, en el espejo,

una tarde dorada está dormida.

   Montañas de violeta

y grisientos breñales,

la tierra que ama el santo y el poeta,

los buitres y las águilas caudales.

   Del abierto balcón al blanco muro

va una franja de sol anaranjada

que inflama el aire, en el ambiente obscuro

que envuelve la armadura arrinconada.


   El acusado es pálido y lampiño.

Arde en sus ojos una fosca lumbre

que repugna á su máscara de niño

y ademán de piadosa mansedumbre.

   Conserva del obscuro seminario

el talante modesto y la costumbre

de mirar á la tierra ó al breviario.

   Devoto de María,

madre de pecadores,

por Burgos bachiller en teología,

presto á tomar las órdenes menores.

   Fué su crimen atroz. Hartóse un día

de los textos profanos y divinos,

sintió pesar del tiempo que perdía

enderezando hipérbatons latinos.

   Enamoróse de una hermosa niña;

subiósele el amor á la cabeza

como el zumo dorado de la viña,

y despertó su natural fiereza.

   En sueños vió á sus padres -labradores

de mediano caudal- iluminados,

del hogar por los rojos resplandores,

los campesinos rostros atezados.

   Quiso heredar, ¡Oh, guindos y nogales

del huerto familiar, verde y sombrío,

y doradas espigas candeales

que colmarán las trojes del estío!

   Y se acordó del hacha que pendía

en el muro, luciente y afilada,

el hacha fuerte que la leña hacía

de la rama de roble cercenada.

   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Frente al reo, los jueces en sus viejos

ropones enlutados,

y una hilera de obscuros entrecejos

y de plebeyos rostros -los jurados.

   El abogado defensor perora,

golpeando el pupitre con la mano;

emborrona papel un escribano,

mientras oye el fiscal indiferente

el alegato enfático y sonoro,

y repasa los autos judiciales

ó, entre sus dedos, de las gafas de oro

acaricia los límpidos cristales.

   Dice un ujier: «Va sin remedio al palo».

El joven cuervo la clemencia espera.

Un pueblo carne de horca, la severa

justicia aguarda que castiga al malo.


Amanecer de otoño

A Julio Romero de Torres


      Una larga carretera

   entre grises peñascales

   y alguna humilde pradera,

donde pacen negros toros. Zarzas, malezas, jarales.

      Está la tierra mojada

   por las gotas del rocío,

   y la alameda dorada,

   hacia la curva del río.

   Tras los montes de violeta

   quebrado el primer albor.

   A la espalda la escopeta,

entre sus galgos agudos, caminando un cazador.


Noche de verano

   Es una hermosa noche de verano.

Tienen las altas casas

abiertos los balcones

del viejo pueblo á la anchurosa plaza.

En el amplio rectángulo desierto

bancos de piedra, evónimos y acacias,

simétricos dibujan

sus negras sombras en la arena blanca.

En el cenit, la luna y en la torre,

la esfera del reloj iluminada.

Yo en este viejo pueblo paseando,

solo, como un fantasma.


Pascua de Resurrección

   Mirad: el arco de la vida traza

el iris sobre el campo que verdea.

Buscad vuestros amores, doncellitas

donde brota la fuente de la piedra.

En donde el agua ríe y sueña y pasa,

allí el romance del amor se cuenta.

¿No han de mirar un día, en vuestros brazos,

atónitos, el sol de primavera,

ojos que vienen á la luz cerrados,

y que al partirse de la vida ciegan?

¿No beberán un día en vuestros senos

los que mañana labrarán la tierra?

¡Oh, celebrad este domingo claro,

madrecitas en flor, vuestras entrañas nuevas!

Gozad esta sonrisa de vuestra ruda madre.

Ya sus hermosos nidos habitan las cigüeñas

y escriben en las torres sus blancos garabatos.

Como esmeraldas lucen los musgos de las peñas.

Entre los robles muerden

los negros toros la menuda hierba,

y el pastor que apacienta los merinos

su pardo sayo en la montaña deja.


Campos de Soria

I

   Es la tierra de Soria árida y fría.

Por las colinas y las sierras calvas,

verdes pradillos, cerros cenicientos,

la primavera pasa

dejando entre las hierbas olorosas

sus diminutas margaritas blancas.

   La tierra no revive, el campo sueña.

Al empezar Abril está nevada

la espalda del Moncayo;

el caminante lleva en su bufanda

envueltos cuello y boca, y los pastores

pasan cubiertos con sus luengas capas.

II

   Las tierras labrantías,

como retazos de estameñas pardas,

el huertecillo, el abejar, los trozos

de verde oscuro en que el merino pasta,

entre plomizos peñascales, siembran

el sueño alegre de infantil arcadia.

En los chopos lejanos del camino,

parecen humear las yertas ramas

como un glauco vapor -las nuevas hojas-

y en las quiebras de valles y barrancas

blanquean los zarzales florecidos

y brotan las violas perfumadas.

III

   Es el campo undulado, y los caminos

ya ocultan los viajeros que cabalgan

en pardos borriquillos,

ya al fondo de la tarde arrebolada

elevan las plebeyas figurillas

que el lienzo de oro del ocaso manchan.

Mas si trepáis á un cerro y véis el campo

desde los picos donde habita el águila,

son tornasoles de carmín y acero,

llanos plomizos, lomas plateadas,

circuidos por montes de violeta,

con las cumbres de nieve sonrosada.

IV

   ¡Las figuras del campo sobre el cielo!

Dos lentos bueyes aran

en un alcor cuando el otoño empieza,

y entre las negras testas doblegadas

bajo el pesado yugo,

pende un cesto de juncos y retama,

que es la cuna de un niño;

y tras la yunta marcha

un hombre que se inclina hacia la tierra,

y una mujer que en las abiertas zanjas

arroja la semilla.

Bajo una nube de carmín y llama

en el oro fluído y verdinoso

del Poniente las sombras se agigantan.

V

   La nieve. En el mesón al campo abierto

se ve el hogar donde la leña humea

y la olla al hervir borbollonea.

El cierzo corre por el camino yerto

alborotando en blancos torbellinos

la nieve silenciosa.

La nieve sobre el campo y los caminos,

cayendo está como sobre una fosa.

Un viejo acurrucado tiembla y tose

cerca del fuego; su mechón de lana

la vieja hila y una niña cose

verde ribete á su estameña grana.

Padres los viejos son de un arriero

que caminó sobre la blanca tierra,

y una noche perdió ruta y sendero,

y se enterró en las nieves de la sierra.

En torno al fuego hay un lugar vacío

y en la frente del viejo de hosco ceño

como un tachón sombrío,

-tal el golpe de un hacha sobre un leño-.

La vieja mira al campo cual si oyera

pasos sobre la nieve. Nadie pasa.

Desierta la vecina carretera,

desierto el campo en torno de la casa.

La niña piensa que en los verdes prados

ha de correr con otras doncellitas

en los días azules y dorados,

cuando crecen las blancas margaritas.

VI

   ¡Soria fría, Soria pura,

cabeza de Extremadura,

con su castillo guerrero

arruinado, sobre el Duero;

con sus murallas roídas

y sus casas denegridas!

   ¡Muerta ciudad de señores

soldados ó cazadores;

de portales con escudos

de cien linajes hidalgos,

y de famélicos galgos,

de galgos flacos y agudos,

que pululan,

por las sórdidas callejas

y á la media noche ululan

cuando graznan las cornejas!

   ¡Soria fría! La campana

de la Audiencia da la una.

Soria, ciudad castellana

¡tan bella! bajo la luna.

VII

   ¡Colinas plateadas,

grises alcores, cárdenas roquedas

por donde traza el Duero

su curva de ballesta

en torno á Soria; oscuros encinares,

ariscos pedregales, calvas sierras,

caminos blancos y álamos del río;

tardes de Soria, mística y guerrera,

hoy siento por vosotros, en el fondo

del corazón, tristeza,

tristeza que es amor! ¡Campos de Soria

donde parece que las rocas sueñan,

conmigo váis!... ¡Colinas plateadas,

grises alcores, cárdenas roquedas!

VIII

   He vuelto á ver los álamos dorados,

álamos del camino en la ribera

del Duero, entre San Polo y San Saturio,

tras las murallas viejas

de Soria -barbacana

hacia Aragón, en castellana tierra.

   Estos chopos del río, que acompañan

con el sonido de sus hojas secas

el son del agua cuando el viento sopla,

tienen en sus cortezas

grabadas iniciales que son nombres

de enamorados, cifras que son fechas.

¡Alamos del amor que ayer tuvisteis

de ruiseñores vuestras ramas llenas;

álamos que seréis mañana liras

del viento perfumado en primavera;

álamos del amor cerca del agua

que corre y pasa y sueña,

álamos de las márgenes del Duero,

conmigo váis, mi corazón os lleva!

IX

   ¡Oh!, sí, conmigo váis, campos de Soria,

tardes tranquilas, montes de violeta,

alamedas del río, verde sueño

del suelo gris y de la parda tierra,

agria melancolía

de la ciudad decrépita,

¿me habéis llegado al alma,

ó acaso estábais en el fondo de ella?

¡Gente del alto llano numantino

que guarda á Dios como cristiana vieja,

que el sol de España os llene

de alegría, de luz y de riqueza!


La tierra de Alvargonzález

Al poeta Juan R. Jiménez


I

   Siendo mozo Alvargonzález,

dueño de mediana hacienda,

que en otras tierras se dice

bienestar y aquí, opulencia,

en la feria de Berlanga

prendose de una doncella,

y la tomó por mujer

al año de conocerla.

Muy ricas las bodas fueron,

y quién las vió las recuerda,

sonadas las tornabodas

que hizo Alvar en su aldea;

hubo gaitas, tamboriles,

flauta, bandurria y vihuela,

fuegos á la valenciana

y danza á la aragonesa.

II

   Feliz vivió Alvargonzález

en el amor de su tierra.

Naciéronle tres varones,

que en el campo son riqueza,

y, ya crecidos, los puso,

uno á cultivar la huerta,

otro á cuidar los merinos

y dió el menor á la iglesia.

III

   Mucha sangre de Caín

tiene la gente labriega

y en el hogar campesino

armó la envidia pelea.

   Casáronse los mayores;

tuvo Alvargonzález nueras,

que le trujeron zizaña

antes que nietos le dieran.

   La codicia de los campos

ve tras la muerte, la herencia,

no goza de lo que tiene

por ansia de lo que espera.

   El menor, que á los latines

prefería las doncellas

hermosas y no gustaba

de vestir por la cabeza,

colgó la sotana un día

y partió á lejanas tierras.

La madre lloró y el padre

dióle bendición y herencia.

IV

   Alvargonzález ya tiene

la adusta frente arrugada,

y hacia la barba platea

el bozo azul de su cara.

   Una mañana de otoño

salió solo de su casa;

no llevaba sus lebreles,

agudos canes de caza.

   Iba triste y pensativo

por la alameda dorada;

anduvo largo camino

y llegó á una fuente clara.

   Echóse en la tierra; puso

sobre una piedra la manta,

y á la vera de la fuente

durmió al arrullo del agua.


I

   Y Alvargonzález veía

como Jacob una escala

que iba de la tierra al cielo

y oyó una voz que le hablaba.

Mas las hadas hilanderas

entre las guedijas blancas

y vellones de oro han puesto

un mechón de negra lana.

II

   Tres niños están jugando

á la puerta de su casa;

entre los mayores brinca

un cuervo de negras alas.

La mujer vigila, cose

y, á ratos, sonríe y canta.

-Hijos ¿qué hacéis? -les pregunta.

Ellos se miran y callan.

-Subid al monte, hijos míos,

y antes que la noche caiga

con un brazado de estepas

hacedme una buena llama.

III

   Sobre el lar de Alvargonzález

está la leña apilada;

el mayor quiere encenderla,

pero no brota la llama.

-Padre, la hoguera no prende,

está la estepa mojada.

   Su hermano viene á ayudarle

y arroja astillas y ramas

sobre los troncos de roble;

pero el rescoldo se apaga.

Acude el menor y enciende,

bajo la negra campana

de la cocina, una hoguera

que alumbra toda la casa.

IV

   Alvargonzález levanta

en brazos al más pequeño

y en sus rodillas lo sienta:

-Tus manos hacen el fuego...

Aunque el último naciste

tu eres en mi amor primero.

   Los dos mayores se alejan

por los rincones del sueño.

Entre los dos fugitivos

reluce un hacha de hierro.


Aquella tarde...

I

   Sobre los campos desnudos,

la luna llena manchada

de un arrebol purpurino,

enorme globo, asomaba.

Los hijos de Alvargonzález

silenciosos caminaban

y han visto al padre dormido

junto de la fuente clara.

II

   Tiene el padre entre las cejas

un ceño que le aborrasca

el rostro, un tachón sombrío

como la huella de un hacha.

Soñando está con sus hijos,

que sus hijos lo apuñaban;

y cuando despierta mira

que es cierto lo que soñaba.

III

   A la vera de la fuente

quedó Alvargonzález muerto.

Tiene cuatro puñaladas

entre el costado y el pecho

por donde la sangre brota,

mas un hachazo en el cuello.

Cuenta la hazaña del campo

el agua clara corriendo,

mientras los dos asesinos

huyen hacia los hayedos.

Hasta la Laguna Negra,

bajo las fuentes del Duero,

llevan el muerto, dejando

detras un rastro sangriento;

y en la laguna sin fondo

que guarda bien los secretos,

con una piedra amarrada

á los pies, tumba le dieron.

IV

   Se encontró junto á la fuente

la manta de Alvargonzález

y camino del hayedo

se vió un reguero de sangre.

Nadie de la aldea ha osado

á la laguna acercarse,

y el sondarla inútil fuera,

que es la laguna insondable.

Un buhonero que cruzaba

aquellas tierras errante,

fué en Dauria acusado, preso

y muerto en garrote infame.

V

   Pasados algunos meses

la madre murió de pena.

Los que muerta la encontraron,

dicen que las manos yertas

sobre su rostro tenía,

oculto el rostro con ellas.

VI

   Los hijos de Alvargonzález

ya tienen majada y huerta,

campos de trigo y centeno

y prados de fina hierba;

en el olmo viejo, hendido

por el rayo, la colmena,

dos yuntas para el arado,

un mastín y cien ovejas.


I

   Ya están las zarzas floridas

y los ciruelos blanquean;

ya las abejas doradas

liban para sus colmenas,

y en los nidos que coronan

las torres de las iglesias

asoman los garabatos

ganchudos de las cigüeñas.

Ya los olmos del camino

y chopos de las riberas

de los arroyos que buscan

al padre Duero verdean.

El cielo está azul, los montes

sin nieve son de violeta.

La tierra de Alvargonzález

se colmará de riqueza;

muerto está quien la ha labrado

mas no le cubre la tierra.

II

   La hermosa tierra de España,

adusta, fina y guerrera

Castilla, de largos ríos,

tiene un puñado de sierras

entre Soria y Burgos como

reductos de fortaleza,

como yelmos crestonados

y Urbión es una cimera.

III

   Los hijos de Alvargonzález,

por una empinada senda,

para tomar el camino

de Salduero á Covaleda,

cabalgan en pardas mulas

bajo el pinar de Vinuesa.

Van en busca de ganado

con que volver á su aldea,

y por tierra de pinares

larga jornada comienzan.

Van Duero arriba, dejando

atrás los arcos de piedra

del puente y el caserío

de la ociosa y opulenta

villa de indianos. El río,

al fondo del valle, suena,

y de las cabalgaduras

los cascos baten las piedras.

A la otra orilla del Duero

canta una voz lastimera:

«La tierra de Alvargonzález

se colmará de riqueza,

y el que la tierra ha labrado

no duerme bajo la tierra».

IV

   Llegados son á un paraje

en donde el pinar se espesa,

y el mayor, que abre la marcha,

su parda mula espolea,

diciendo: démonos prisa;

porque son más de dos leguas

de pinar y hay que apurarlas

antes que la noche venga.

   Dos hijos del campo, hechos

á quebradas y asperezas,

porque recuerdan un día

la tarde en el monte tiemblan.

Allá en lo espeso del bosque

otra vez la copla suena:

«La tierra de Alvargonzález

se colmará de riqueza,

y el que la tierra ha labrado

no duerme bajo la tierra».

V

   Desde Salduero el camino

va al hilo de la ribera;

á ambas márgenes del río

el pinar crece y se eleva

y las rocas se aborrascan

al par que el valle se estrecha.

Los fuertes pinos del bosque

con sus copas gigantescas

y sus desnudas raíces

amarradas á las piedras;

los de troncos plateados

cuyas frondas azulean,

pinos jóvenes; los viejos

cubiertos de blanca lepra,

musgos y líquenes canos

que el grueso tronco rodean,

colman el valle y se pierden

rebasando ambas laderas.

Juan, el mayor dice: Hermano,

si Blas Antonio apacienta

cerca de Urbión su vacada,

largo camino nos queda.

-Cuanto hacia Urbión alarguemos

se puede acortar de vuelta,

tomando por el atajo

hacia la Laguna Negra

y bajando por el puerto

de Santa Inés á Vinuesa.

-Mala tierra y peor camino.

Te juro que no quisiera

verlos otra vez. Cerremos

los tratos en Covaleda;

hagamos noche y, al alba,

volvámonos á la aldea

por este valle, que, á veces,

quien piensa atajar, rodea.

Cerca del río cabalgan

los hermanos y contemplan

como el bosque centenario

al par que avanzan, aumenta,

y los peñascos del monte

el horizonte les cierran.

El agua que va saltando

parece que canta ó cuenta:

«La tierra de Alvargonzález

se colmará de riqueza,

y el que la tierra ha labrado

no duerme bajo la tierra».


I

   Aunque la codicia tiene

redil que encierre la oveja,

trojes que guardan el trigo,

bolsas para la moneda

y garras, no tiene manos

que sepan labrar la tierra.

Así á un año de abundancia

siguió un año de pobreza.

II

   En los sembrados crecieron

las amapolas sangrientas;

pudrió el tizón las espigas

de trigales y de avenas;

hielos tardíos mataron

en flor la fruta en la huerta

y una mala hechicería

hizo enfermar las ovejas.

A los dos Alvargonzález

maldijo Dios en sus tierras,

y al año pobre siguieron

luengos años de miseria.

III

   Es una noche de invierno.

Cae la nieve en remolinos.

Los Alvargonzález velan

un fuego casi extinguido.

El pensamiento amarrado

tienen á un recuerdo mismo

y en las ascuas mortecinas

del hogar los ojos fijos.

No tienen leña ni sueño.

Larga es la noche y el frío

mucho. Un candilejo humea

en el muro ennegrecido.

El aire agita la llama,

que pone un fulgor rojizo

sobre entrambas pensativas

testas de los asesinos.

El mayor de Alvargonzález,

lanzando un ronco suspiro,

rompe el silencio exclamando:

-Hermano ¡qué mal hicimos!

El viento la puerta bate,

hace temblar el postigo

y suena en la chimenea

con hueco y largo bramido.

Después el silencio vuelve

y á intervalos el pabilo

del candil chisporrotea

en el aire aterecido.

El segundón dijo: ¡Hermano

demos lo viejo al olvido!


I

   Es una noche de invierno.

Azota el viento las ramas

de los álamos. La nieve

ha puesto la tierra blanca.

Bajo la nevada, un hombre

por el camino cabalga;

va cubierto hasta los ojos,

embozado en luenga capa.

Entrado en la aldea, busca

de Alvargonzález la casa,

y ante su puerta llegado,

sin echar pie á tierra, llama.

II

   Los dos hermanos oyeron

una aldabada á la puerta

y de una cabalgadura

los cascos sobre las piedras.

Ambos los ojos alzaron

llenos de espanto y sorpresa

-¿Quién es? Responda, gritaron.

-Miguel, respondieron fuera.

Era la voz del viajero

que partió á lejanas tierras.

III

   Abierto el portón, entróse

á caballo el caballero

y echó pie á tierra. Venía

todo de nieve cubierto.

En brazos de sus hermanos

lloró algun rato en silencio.

Después dió el caballo al uno,

al otro, capa y sombrero,

y en la estancia campesina

buscó el arrimo del fuego.

IV

   El menor de los hermanos,

que niño y aventurero

fué más allá de los mares

y hoy torna indiano opulento,

vestía con negro traje

de peludo terciopelo,

ajustado á la cintura

por ancho cinto de cuero.

Gruesa cadena formaba

un bucle de oro en su pecho.

Era un hombre alto y robusto,

con ojos grandes y negros

llenos de melancolía;

la tez de color moreno

y sobre la frente comba

enmarañados cabellos.

El hijo que saca de porte

señor de padre labriego,

á quien fortuna le debe

amor, poder y dinero.

De los tres Alvargonzález

era Miguel el más bello;

porque al mayor afeaba

el muy poblado entrecejo

bajo la frente mezquina,

y al segundo, los inquietos

ojos que mirar no saben

de frente, torvos y fieros.

V

   Los tres hermanos contemplan

el triste hogar en silencio;

y con la noche cerrada

arrecia el frío y el viento.

-Hermanos ¿no tenéis leña?

dice Miguel.

-No tenemos,

responde el mayor.

Un hombre,

milagrosamente, ha abierto

la gruesa puerta cerrada

con doble barra de hierro.

El hombre que ha entrado tiene

el rostro del padre muerto.

Un halo de luz dorada

orla sus blancos cabellos.

Lleva un haz de leña al hombro

y empuña un hacha de hierro.


I

   De aquellos campos malditos,

Miguel á sus dos hermanos

compró una parte, que mucho

caudal de América trajo

y aún en tierra mala, el oro

luce mejor que enterrado

y más en mano de pobres

que oculto en orza de barro.

   Dióse á trabajar la tierra

con fe y tesón el indiano,

y á laborar los mayores

sus pegujales tornaron.

   Ya de macizas espigas,

preñadas de rubios granos

á los campos de Miguel

tornó el fecundo verano;

y ya de aldea en aldea

se cuenta como un milagro,

que los asesinos tienen

la maldición en sus campos.

   El pueblo canta una copla

que narra el crimen pasado:

«A la orilla de la fuente

lo asesinaron.

¡Qué mala muerte le dieron

los hijos malos!

En la laguna sin fondo

al padre muerto arrojaron.

No duerme bajo la tierra

el que la tierra ha labrado».

II

   Miguel, con sus dos lebreles

y armado de su escopeta,

hacia el azul de los montes

en una tarde serena,

caminaba entre los verdes

chopos de la carretera

y oyó una voz que cantaba:

«No tiene tumba en la tierra.

Entre los pinos del valle

del Revinuesa,

al padre muerto llevaron

hasta la Laguna Negra».


I

   La casa de Alvargonzález

era un casona vieja,

con cuatro estrechas ventanas,

separada de la aldea

cien pasos y entre dos olmos

que, gigantes centinelas,

sombra le dan en verano

y en el otoño, hojas secas.

   Es casa de labradores,

gente aunque rica plebeya,

donde el hogar humeante

con sus escaños de piedra

se ve sin entrar si tiene

abierta al campo la puerta.

   Al arrimo del rescoldo

del hogar borbollonean

dos pucherrillos de barro

que á dos familias sustentan.

   A diestra mano la cuadra

y el corral, á la siniestra

huerto y abejar y al fondo

una gastada escalera,

que va á las habitaciones,

partidas en dos viviendas.

   Los Alvargonzález moran

con sus mujeres en ellas.

Á ambas parejas que hubieron,

sin que lograrse pudieran,

dos hijos, sobrado espacio

les da la casa paterna.

   En una estancia que tiene

luz al huerto, hay una mesa

con gruesa tabla de roble,

dos sillones de baqueta,

colgado en el muro un negro

ábaco de enormes cuentas

y unas espuelas mohosas

sobre un arcón de madera.

   Era una estancia olvidada

donde hoy Miguel se aposenta.

Y era allí donde los padres

veían en primavera

el huerto en flor y en el cielo

de Mayo, azul, la cigüeña

-cuando las rosas se abren

y los zarzales blanquean-

que enseñaba á sus hijuelos

á usar de las alas lentas.

   Y en las noches del verano,

cuando la calor desvela,

desde la ventana al dulce

ruiseñor cantar oyeran.

   Fué allí donde Alvargonzález,

del orgullo de su huerta

y del amor de los suyos,

sacó sueños de grandeza.

   Cuando en brazos de la madre

vió la figura risueña

del primer hijo, bruñida

de rubio sol la cabeza,

del niño que levantaba

las codiciosas, pequeñas

manos á las rojas guindas

y á las moradas ciruelas,

aquella tarde de otoño

dorada, plácida y buena,

él pensó que ser podría

feliz el hombre en la tierra:

   Hoy canta el pueblo una copla

que va de aldea en aldea.

«¡Oh, casa de Alvargonzález,

qué malos días te esperan;

casa de los asesinos,

que nadie llame á tu puerta!».

II

   Es una tarde de otoño.

En la alameda dorada

no quedan ya ruiseñores;

enmudeció la cigarra.

   Las últimas golondrinas

que no emprendieron la marcha

morirán, y las cigüeñas

de sus nidos de retamas,

en torres y campanarios,

huyeron.

Sobre la casa

de Alvargonzález, los olmos

sus hojas que el viento arranca

van dejando. Todavía

las tres redondas acacias,

frente el atrio de la iglesia

conservan verdes sus ramas

y las castañas de Indias

á intervalos se desgajan

cubiertas de sus erizos;

tiene el rosal rosas grana

otra vez, y en las praderas

brilla la alegre otoñada.

   En laderas y en alcores,

en ribazos y cañadas,

el verde nuevo y la hierba

aún del estío quemada

alternan; los serrijones

pelados, las lomas calvas,

se coronan de plomizas

nubes apelotonadas;

y bajo el pinar gigante,

entre las marchitas zarzas

y amarillentos helechos,

corren las crecidas aguas

á engrosar el padre río

por canchales y barrancas.

   Abunda en la tierra un gris

de plomo y azul de plata,

con manchas de roja herrumbre,

todo envuelto en luz violada.

   ¡Oh, tierras de Alvargonzález,

en el corazón de España,

tierras pobres, tierras tristes,

tan tristes que tienen alma!

   Páramos que cruza el lobo

aullando á la luna clara

de bosque á bosque, baldíos

llenos de peñas rodadas,

donde roída de buitres

brilla una osamenta blanca;

pobres campos solitarios

sin caminos ni posadas,

¡oh, pobres campos malditos,

pobres campos de mi patria!


I

   Una mañana de otoño,

cuando la tierra se labra,

Juan y el indiano aparejan

las dos yuntas de la casa.

Martín se quedó en el huerto

arrancando hierbas malas.

II

   Una mañana de otoño

cuando los campos se aran,

sobre un otero, que tiene

el cielo de la mañana

por fondo, la parda yunta

de Juan lentamente avanza.

   Cardos, lampazos y abrojos,

avena loca y zizaña

llenan la tierra maldita,

tenaz á poda y á escarda.

   Del corvo arado de roble

la hundida reja trabaja

con vano esfuerzo; parece

que al par que hiende la entraña

del campo y hace camino

se cierra otra vez la zanja.

   «Cuando el asesino labre

será su labor pesada;

antes que un surco en la tierra

tendrá una arruga en su cara».

III

   Martín que estaba en la huerta

cavando, sobre su azada

quedó apoyado un momento;

frío sudor le bañaba

el rostro.

Por el Oriente,

la luna llena, manchada

de un arrebol purpurino,

lucía tras de la tapia

del huerto.

Miguel tenía

la sangre de horror helada.

La azada que hundió en la tierra

teñida de sangre estaba.

IV

   En la tierra en que ha nacido

supo afincar el indiano;

por mujer á una doncella

rica y hermosa ha tomado.

   La hacienda de Alvargonzález

ya es suya, que sus hermanos

todo le vendieron, casa,

huerto, colmenar y campo.


Los asesinos

I

   Juan y Martín, los mayores

de Alvargonzález, un día

pesada marcha emprendieron

con el alba, Duero arriba.

   La estrella de la mañana

en el alto azul ardía.

Se iba tiñendo de rosa

la espesa y blanca neblina

de los valles y barrancos,

y algunas nubes plomizas

á Urbión, donde el Duero nace,

como un turbante ponían.

   Se acercaban á la fuente.

El agua clara corría

sonando cual si contara

una vieja historia dicha

mil veces y que tuviera

mil veces que repetirla.

   Agua que corre en el campo

dice en su monotonia:

Yo sé el crimen ¿no es un crimen

cerca del agua, la vida?

   Al pasar los dos hermanos

relataba el agua limpia:

«A la vera de la fuente

Alvargonzález dormía».

II

   -Anoche cuando volvía

á casa -Juan á su hermano

dijo-, á la luz de la luna

era la huerta un milagro.

   Lejos, entre los rosales,

divisé un hombre inclinado

hacia la tierra; brillaba

una hoz de plata en su mano.

   Después irguiose y, volviendo

el rostro, dió algunos pasos

por el huerto, sin mirarme,

y á poco lo vi encorvado

otra vez sobre la tierra.

Tenía el cabello blanco.

La luna llena brillaba

y era la huerta un milagro.

III

   Pasado habían el puerto

de Santa Inés, ya mediada

la tarde, una tarde triste

de Noviembre, fría y parda.

Hacia la Laguna Negra

silenciosos caminaban.

IV

   Cuando la tarde caía,

entre las vetustas hayas

y los pinos centenarios,

un rojo sol se filtraba.

   Era un paraje de bosque

y peñas aborrascadas;

aquí bocas que bostezan

ó monstruos de fieras garras;

allí una informe joroba

allá una grotesca panza,

torvos hocicos de fieras

y dentaduras melladas,

rocas y rocas y troncos

y troncos, ramas y ramas.

En el hondón del barranco

la noche, el miedo y el agua.

V

   Un lobo surgió, sus ojos

lucían como dos ascuas.

Era la noche, una noche

húmeda, oscura y cerrada.

   Los dos hermanos quisieron

volver. La selva ululaba.

Cien ojos fieros ardían

en la selva, á sus espaldas.

VI

   Llegaron los asesinos

hasta la Laguna Negra,

agua transparente y muda

que enorme muro de piedra,

donde los buitres anidan

y el eco duerme, rodea,

agua clara donde beben

las águilas de la sierra,

donde el jabalí del monte

y el ciervo y el corzo abrevan,

agua pura y silenciosa

que copia cosas eternas,

agua impasible que guarda

en su seno las estrellas.

¡Padre! gritaron; al fondo

de la laguna serena

cayeron y el eco ¡padre!

repitió de peña en peña.


Proverbios y cantares

Prólogo

   Nunca perseguí la gloria

ni dejar en la memoria

de los hombres mi canción;

yo amo los mundos sutiles

ingrávidos y gentiles

como pompas de jabón.

Me gusta verlos pintarse

de sol y grana, volar

bajo el cielo azul, temblar

súbitamente y quebrarse.


I

   ¿Para qué llamar caminos

á los surcos del azar?...

Todo el que camina anda

como Jesús sobre el mar.


II

   A quien nos justifica nuestra desconfianza

llamamos enemigo, ladrón de una esperanza.

Jamás perdona el necio si ve la nuez vacía

que dió á cascar al diente de la sabiduría.


III

   Nuestras horas son minutos

cuando esperamos saber,

y siglos cuando sabemos

lo que se puede aprender.


IV

   Ni vale nada el fruto

cogido sin sazón...

ni aunque te elogie un bruto

ha de tener razón.


V

   De lo que llaman los hombres

virtud, justicia y bondad,

una mitad es envidia,

y la otra, no es caridad.


VI

   Yo he visto garras fieras en las pulidas manos;

conozco grajos mélicos y líricos marranos...

El más truhán se lleva la mano al corazón,

y el bruto más espeso, se carga de razón.


VII

   En preguntar lo que sabes

el tiempo no has de perder...

y á preguntas sin respuesta

¿quién te podrá responder?


VIII

   El hombre, á quien el hambre de la rapiña acucia,

de ingénita malicia y natural astucia,

formó la inteligencia y acaparó la tierra.

¡Y aún la verdad proclama! ¡Supremo ardid de guerra!


IX

   La envidia de la virtud

hizo á Caín criminal.

¡Gloria á Caín! Hoy el vicio

es lo que se envidia más.


X

   La mano del piadoso nos quita siempre honor;

mas nunca ofende al darnos su mano el lidiador.

Virtud es fortaleza, ser bueno es ser valiente;

escudo, espada y maza llevar bajo la frente;

porque el valor honrado de todas armas viste:

no sólo para, hiere, y más que aguarda, embiste.

Que la piqueta arruine y el látigo flagele;

la fragua ablande el hierro, la lima pula y gaste,

y que el buril, burile, y que el cincel, cincele;

la espada punce y hienda y el gran martillo, aplaste.


XI

   ¡Ojos que á la luz se abrieron

un día para, después,

ciegos tornar á la tierra

hartos de mirar sin ver!


XII

   Es el mejor de los buenos

quien sabe que en esta vida

todo es cuestión de medida:

un poco más, algo menos...


XIII

   Virtud es la alegría que alivia el corazón

mas grave y desarruga el ceño de Catón.

El bueno es el que guarda, cual venta del camino,

para el sediento, el agua, para el borracho, el vino.


XIV

   Cantad conmigo en coro: Saber, nada sabemos,

de arcano mar vinimos, á ignota mar iremos...

Y entre los dos misterios esta el enigma grave;

tres arcas cierra una desconocida llave.

La luz nada ilumina y el sabio nada enseña.

¿Qué dice la palabra? ¿Qué el agua de la peña?


XV

   El hombre es por natura la bestia paradójica,

un animal absurdo, que necesita lógica.

Creó de nada un mundo y, su obra terminada,

«Ya estoy en el secreto -se dijo-, todo es nada».


XVI

   El hombre sólo es rico en hipocresía.

En sus diez mil disfraces para engañar confía;

y con la doble llave que guarda su mansión

para la ajena hace ganzúa de ladrón.


XVII

   ¡Ah, cuando yo era niño

soñaba con los héroes de la Iliada!

Ayax era más fuerte que Diómedes,

Hector, más fuerte que Ayax,

y Aquiles el más fuerte; porque era

el más fuerte... ¡Inocencias de la infancia!

¡Ah, cuando yo era niño

soñaba yo en los héroes de la Iliada!


XVIII

   El casca-nueces-vacías,

Colón de cien vanidades,

vive de supercherías

que vende como verdades.


XIX

   ¡Teresa, alma de fuego;

Juan de la Cruz, espíritu de llama;

por aquí hay mucho frío, padres, nuestros

corazoncitos de Jesús se apagan!


XX

   Ayer soñé que veía

á Dios y que á Dios hablaba;

y soñé que Dios me oía...

Después soñé que soñaba.


XXI

   Cosas de hombres y mujeres,

los amoríos de ayer,

casi los tengo olvidados,

si fueron alguna vez.


XXII

   No extrañeis, dulces amigos,

que esté mi frente arrugada.

Yo vivo en paz con los hombres

y en guerra con mis entrañas.


XXIII

   Eran ayer mis dolores

como gusanos de seda

que iban labrando capullos;

hoy son mariposas negras.

   ¡De cuántas flores amargas

he sacado blanca cera!

¡Oh, tiempo en que mis pesares

trabajaban como abejas!

   Hoy son como avenas locas

ó cizaña en sementera,

como tizón en espiga,

como carcoma en madera.

   Oh, tiempo en que mis dolores

tenían lágrimas buenas,

y eran como agua de noria

que va regando una huerta.

Hoy son agua de torrente

que arranca el limo á la tierra.

   Dolores que ayer hicieron

de mi corazón colmena

hoy tratan mi corazón

como á una muralla vieja;

quieren derribarla, y pronto,

al golpe de la piqueta.


XXIV

   De diez cabezas, nueve

embisten y una piensa.

Nunca extrañéis que un bruto

se descuerne luchando por la idea.


XXV

   Las abejas de las flores

sacan miel, y melodía

del amor, los ruiseñores;

Dante y yo -perdón, señores-,

trocamos -perdón, Lucía-,

el amor en Teología.


XXVI

   Poned sobre los campos

un carbonero, un sabio y un poeta.

Veréis como el poeta admira y calla,

el sabio mira y piensa...

Seguramente el carbonero busca

las moras ó las setas.

Llevadlos al teatro

y sólo el carbonero no bosteza.

Quien prefiere lo vivo á lo pintado

es el hombre que piensa, canta ó sueña.

El carbonero tiene

llena de fantasías la cabeza.


XXVII

   Luz del alma, luz divina,

faro, antorcha, estrella, sol...

Un hombre á tientas camina,

lleva á la espalda un farol.


XXVIII

   Discutiendo están dos mozos

si á la fiesta del lugar

irán por la carretera

ó campo atraviesa irán.

Discutiendo y disputando

empiezan á pelear.

Ya con las trancas de pino

furiosos golpes se dan;

ya se tiran de las barbas,

que se las quieren pelar.

Ha pasado un carretero

que va cantando un cantar:

«Romero, para ir á Roma,

lo que importa es caminar;

á Roma por todas partes,

por todas partes se va».


   Yo para todo viaje,

-siempre sobre la madera

de mi vagón de tercera-

voy ligero de equipaje.

Si es de noche, porque no

acostumbro á dormir yo,

y de día, por mirar

los arbolitos pasar,

yo nunca duermo en el tren,

y, sin embargo, voy bien.

¡Este placer de alejarse!

Londres, Madrid, Ponferrada,

tan lindos para marcharse...

Lo molesto es la llegada.

Luego, el tren, al caminar,

siempre nos hace soñar,

y casi, casi olvidamos

el jamelgo que montamos.

¡Oh, el pollino

que sabe bien el camino!

¿Donde estamos?

¿Donde todos nos bajamos?

¡Frente á mí va una monjita

tan bonita!

Tiene esa expresión serena

que á la pena

da una esperanza infinita.

Y yo pienso: Tú eres buena;

porque diste tus amores

á Jesús; porque no quieres

ser madre de pecadores.

Mas tú eres

maternal,

bendita entre las mujeres,

madrecita virginal.

Algo en tu rostro es divino

bajo tus cofias de lino.

Tus mejillas

-esas rosas amarillas-

fueron rosadas, y, luego,

ardió en tus entrañas fuego;

y hoy, esposa de la Cruz,

ya eres luz, y solo luz...

¡Todas las mujeres bellas

fueran, como tú, doncellas

en un convento á encerrarse!...

Y la niña que yo quiero

¡ay! ¡preferirá casarse

con un mocito barbero!

El tren camina y camina,

y la máquina resuella,

y tose con tos ferina.

¡Vamos en una centella!


   Sabe esperar, aguarda que la marea fluya,

-así en la costa un barco- sin que el partir te inquiete;

todo el que aguarda sabe que la victoria es suya,

porque la vida es larga y el arte es un juguete.

Y si la vida es corta

y no llega la mar á tu galera,

aguarda sin partir y siempre espera

que el arte es largo y, además, no importa.


Profesión de fe

   Dios no es el mar, está en el mar; riela

como luna en el agua, ó aparece

como una blanca vela;

en el mar se despierta ó se adormece.

Creó la mar y nace

de la mar cual la nube y la tormenta;

es el Creador y la criatura lo hace;

su aliento es alma, y por el alma alienta.

Yo he de hacerte, mi Dios, cual tú me hiciste,

y para darte el alma que me diste

en mí te he de crear. Que el puro río

de caridad que fluye eternamente,

fluya en mi corazón. ¡Seca, Dios mío,

de una fe sin amor la turbia fuente!


   El demonio de mis sueños

ríe con sus labios rojos,

sus negros y vivos ojos,

sus dientes finos, pequeños.

Y jovial y picaresco

se lanza á un baile grotesco,

luciendo el cuerpo deforme

y su enorme

joroba. Es feo y barbudo

y chiquitin y panzudo.

Yo no sé por qué razón,

de mi tragedia bufón,

te ríes... Mas tu eres vivo

por tu danzar sin motivo.


Elogios

Á Don Miguel de Unamuno

Por su libro «Vida de Don Quijote y Sancho»


   Este Donquijotesco

Don Miguel de Unamuno, fuerte vasco,

lleva el arnés grotesco

y el irrisorio casco

del buen manchego. Don Miguel camina

jinete de quimérica montura,

metiendo espuela de oro á su locura,

sin miedo de la lengua que malsina.

A un pueblo de arrieros,

lechuzos y tahures y logreros

dicta lecciones de Caballería.

El alma desalmada de su raza,

que bajo el golpe de su férrea maza

aun duerme, puede que despierte un día.

Quiere enseñar el ceño de la duda

antes de que cabalgue, al caballero,

cual nuevo Hamlet, á mirar desnuda

cerca del corazón la hoja de acero.

Tiene el aliento de una estirpe fuerte

que soñó más allá de sus hogares,

y que el oro buscó tras de los mares.

El señala la gloria tras la muerte.

Quiere ser fundador y dice: Creo,

Dios y adelante el anima española...

Y es tan bueno y mejor que fué Loyola:

sabe á Jesús y escupe al fariseo.


Á Juan R. Jiménez

Por su libro «Arias Tristes»


   Era una noche del mes

de Mayo, azul y serena,

sobre el agudo ciprés

brillaba la luna llena,

   iluminando la fuente

en donde el agua surtía,

sollozando intermitente.

Solo la fuente se oía.

   Después se escuchó el acento

de un oculto ruiseñor.

Quebró una racha de viento

la curva del surtidor.

   Y una dulce melodía

vagó por todo el jardín:

entre los mirtos tañía

un músico su violín.

   Era un acorde lamento

de juventud y de amor

para la luna y el viento,

el agua y el ruiseñor.

   «El jardín tiene una fuente

y la fuente una quimera...».

Cantaba una voz doliente,

alma de la primavera.

   Calló la voz y el violín

apagó su melodía.

Quedó la melancolía

vagando por el jardín.

Solo la fuente se oía.


FIN